miércoles, 9 de julio de 2008

Derechos de los niños lectores

Hacia unos derechos de los niños lectores *


Ellos pagan su penique para gozar, no para aprender.[1]


Los escasos libros que abundan

A principios de los años veintes, José Vasconcelos se quejaba de “lo escaso que son entre nosotros los libros”: Un hombre que sólo sepa inglés –argumentaba–, que sólo sepa francés, puede entenderse de toda la cultura humana; pero el que sólo sabe español, no puede juzgarse, ya no digo culto, ni siquiera informado de la literatura y el pensamiento del mundo.[2]

En ese entonces, los niños mexicanos tenían apenas unos cuantos libros al alcance: El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi, los Viajes de Gulliver, el Robinson de Defoe, un poco de Lope de Vega y otro poco de Calderón de la Barca, Andersen y los hermanos Grimm, así como un libro hoy olvidado: Tardes de la granja. Aunque difíciles de conseguir, los clásicos podían leerse, ya sea en traducciones complicadas, o bien en adaptaciones simplonas. La lectura, en ese México de principios del siglo pasado, apenas empezaba a ser una preocupación para sus gobernantes.

En 1924, Vasconcelos impulsó la publicación de unas Lecturas clásicas para niños, que abarcaban desde los Vedas y el Ramayana, Las mil y una noches, el Antiguo Testamento y los clásicos griegos, hasta El Cid, el Quijote, Shakespeare, La Bella Durmiente y Pulgarcito. Esta empresa, por supuesto loable en su momento, sigue reeditándose en México, más como un homenaje a la memoria del filósofo, educador y político que fue Vasconcelos, que como un libro editorialmente competitivo en el ámbito de la literatura para niños. Una lectura actual de esa antología, tanto de los textos originales que ofrece como de sus adaptaciones, nos permite ver a la vez la pobreza de oportunidades que los niños mexicanos tenían entonces y la nueva riqueza de la que ahora disfrutan.

La situación de hoy es otra. Más bien podríamos decir que los libros dirigidos al lector niño y joven, en esta entrada a un nuevo siglo, son cada vez más, tanto los traducidos de otras lenguas como los escritos en español. En pocos años, la industria editorial del libro infantil y juvenil ha crecido en México a pasos veloces. Los “Libros del rincón” –de la Secretaría de Educación Pública– y la colección “A la orilla del viento” –del Fondo de Cultura Económica–, por ejemplo, han hecho tirajes más altos que una gran cantidad de libros de muchos de nuestros autores más leídos. Algunos ejemplos tomados al azar del librero: la primera edición de Cristóbal Nonato, de Carlos Fuentes, fue de cinco mil ejemplares; de Tinísima, de Elena Poniatowska, de seis mil, y de los Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez, de treinta mil. De Un enorme animal nube, de Emilio Carballido, se tiraron cinco mil; de ¡Feliz cumpleaños Vivi! (ambos de “A la orilla del viento”), diez mil, y de Kikiri miau (“Libros del rincón”), 68 mil. Estos últimos también en su primera edición. ¡Es que los niños no leen! Hay que empujarlos, hay que motivarlos. Que sepan que “el mejor amigo es un libro”. Que se instruyan, que aprendan de nosotros, los que sí sabemos acerca de la importancia de la lectura, aunque no leamos tanto como lo presumimos, o leamos sólo la basura que nos venden los mercaderes metidos a editores. En resumen: leer, leer, que los niños lean.

Este crecimiento tiene otros datos relevantes:
1) Tanto la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil que se monta anualmente en la Ciudad de México (Centro Nacional de las Artes), como las ferias estatales y, aún más, las que se reproducen en muchas escuelas, aumentan considerablemente cada año en su número, en las editoriales que participan y en la cantidad de libros que se venden.
2) Dos de las editoriales españolas más importantes en este ámbito, Alfaguara y SM, han abierto sucursales en México, y no sólo como distribuidoras de sus catálogos: publican desde hace algunos años textos de autores mexicanos.
¡Es que los niños no leen! Y es que nos preocupa mucho que sean como nosotros, nos preocupa que no sepan lo que son los libros, nos preocupa que no lean. Al igual que en la época de Vasconcelos, hace casi ochenta años, seguimos pensando que nuestros hijos no leen y que no tienen oportunidades. O que sólo leen basura. O que leen algo que no los instruye. Nos preocupa también que privilegien otras actividades por encima de la lectura: la televisión y la internet son la competencia, decimos.

Nuestros hijos / pupilos / futuro de la nación corren el grave peligro de perderse y no estar preparados para lo que este nuevo siglo nos depara: la preparación: y la preparación son los libros: los cuentos –a veces–, la novela de moda –también–, los tratados, los ensayos, los libros de texto. Leer es saber. Saber es competir. Competir es ganar. Ganar es estar en el mundo. Se acabó.

Inspirado por los “derechos imprescriptibles del lector” que formula Daniel Pennac[3] (derecho a no leer, a saltarse las páginas, a no terminar un libro, a leer cualquier cosa, etcétera) propongo los siguientes, dirigidos a los lectores niños y jóvenes.

El derecho a no ser engañado

Muchos editores, maestros, padres de familia, empresas, secretarías de estado, organizaciones no gubernamentales, iglesias, despachos de publicidad e incluso escritores piensan que los libros deben instruir. Si detrás de un cuento no existe una enseñanza de civismo, ecología, moral, lexicología o historia la lectura es inútil, y por lo tanto casi desaconsejable. No quieren que las liebres sean lo que son, al tiempo que se complacen con gatos pedagogos disfrazados de cuenteros.

La víctima final de esta manipulación es el niño, que a veces cae en la trampa del cuento que no es cuento, pero que simula serlo, aunque en realidad sólo pretenda educar y hacer proselitismo: hay que respetar la bandera nacional, hay que reciclar la basura, hay que creer en un solo dios, hay que apreciar el arte de Diego Rivera, hay que saber que ósculo significa beso o hay que consumir cierta marca de cereales. No solamente se le impone a los libros la tarea de inculcar valores y trasmitir conocimientos: los padres, los maestros y la sociedad también lo hacen, y a todas horas: hay que lavarse los dientes, hay que dar las gracias, hay que comer alimentos nutritivos para crecer fuerte y sano y, finalmente, hay que leer. Prohibido el goce. Prohibida la literatura.
Habrá que llamarle por su nombre a la liebre, y al gato por sus propósitos: al cuento literario lo que es de Roald Dahl, al mercado lo que es de Walt Disney y a la enciclopedia lo que pertenece a Voltaire, Diderot y Larousse.
Derecho indeclinable, irrefutable, merecido del niño lector de hoy es la claridad de intenciones: la enseñanza a sus horas; el placer de la lectura literaria, cuando se dé, si se da, a las suyas: sin exigencias didácticas, sin cárceles ideológicas, con respeto al cuento por excelencia: aquel que cautiva porque encontró en él a su lector ideal.

El derecho de elección

Eventualmente el niño puede elegir el libro que quiere en la biblioteca, la librería o la feria escolar, siempre y cuando se lo permitan el bibliotecario, los padres o el feriero (nombre de quienes llevan los libros a las ferias). Sin embargo, varios filtros han acotado previamente sus posibilidades. Los editores dicen, por ejemplo: éste libro (de la serie morada) es apto para niños de cuatro a seis años y por lo tanto no debe tener más de veinte páginas. Este otro, color amarillo y con un volumen seis veces mayor, puede ser leído sólo por jóvenes que hayan rebasado la etapa de su educación primaria. Aquí ya hay una preelección dictada por los editores (no todos): un niño pequeño no puede, aunque sí pueda y quiera, interesarse por una historia larga. De igual manera, un adolescente deberá desdeñar un cuento breve: como sí puede leer más páginas no debe leer menos.

Las escuelas (tampoco todas) imponen otro coto: aquí nos interesan los libros de tal editorial sólo porque sus promotores nos han vendido bien el paquete de su catálogo. Los talleres de animación a la lectura funcionan sólo con sus libros. Lo demás no existe porque es la competencia.
Un niño que haya leído mucho o poco, no importa su edad, debe tener la oportunidad de buscar, hojear, preguntar, leer un fragmento antes de decidirse a elegir un libro. Muchos editores o libreros forran con plástico su “mercancía” para preservarla del polvo, y también de aquellos que tendrían el derecho de hojear y leer antes de decidirse. Moraleja: polvo eres.

El derecho a leer libros cuyo final no sea feliz

Los cuentos rosas, blancos, verdes (de tema ecológico) y azules son bien vistos por quienes tienen el compromiso de dirigir al niño por la vida: por la dura vida. Los cuentos de otros colores pasan muchas veces por la inquisición de los editores, los padres, los maestros. Pueden tener palabras, acciones narrativas u omisiones no aptas para las tiernas sensibilidades. La censura se impone.

Los finales no felices, por ejemplo, incomodan mucho a los adultos. Por lo general se trata de una reacción: aquellos que prefieren que sus hijos lean el clásico final de “se casaron y vivieron muy felices”, son quizás los mismos que se casaron y vivieron el infierno de su matrimonio. A lo mejor piensan que la tristeza, la decepción, el fracaso o la frustración son experiencias reservadas a la madurez, que sí sabrá cómo encararlas.

Hace algunos años, una corporación psicológica de los Estados Unidos me invitó a escribir un cuento. Había en la propuesta 34 “temas que no se pueden usar para escribir”: las drogas, la xenofobia, la muerte, la política controvertida, el derramamiento de sangre, etcétera. El final de la lista era desesperanzador: las golosinas, las arañas, el día de muertos, el rock, los dinosaurios y las casas con alberca. Hay que proteger a los niños. Hay que inculcarle valores positivos. No vaya a ser... que sean como nosotros.

La narrativa contemporánea no está exenta de esta censura adulta. Roald Dahl escribió una de las grandes novelas de la literatura infantil contemporánea, Las brujas, con un final esperanzador pero, a fin de cuentas, triste, ya que el niño protagonista a quien las malvadas arpías embrujan y convierten en ratón, ratón se queda en la última página. Como muchas de sus obras, ésta también fue llevada al cine, con la sorpresiva e injustificada transformación, al término de la película, del simpático y valeroso roedor en el niño que era antes. Más vale, parecerían decir estos censores, que el niño salga de la sala contento a que acepte sin más la congruencia de una historia.

El derecho de poseer un libro

Los niños que tienen libros, por lo general no pueden tenerlos. Hay adultos que suelen tratar a los libros con mucho respeto: les ponen un condón para protegerlos del mal uso que pudieran darle sus pequeños –descuidados, sucios– lectores. Forrado con un plástico higiénico, el libro puede ser leído por el niño después de haberse lavado las manos: un libro que tiene las huellas de haber sido leído y releído es el espejo de su irreverente dueño.

Un libro, para ser libro, según esta lógica, no deberá aparentar haber sido leído. La imagen ideal de esta concepción es el libro intonso.

Algo similar sucede con las bibliotecas personales, perfectamente organizadas: aquellas que son capillas, que son lomos de cuero que guardan, en cada uno de sus tomos, las iniciales grabadas de su dueño: las bibliotecas que hacen culto al continente y que dejan al contenido tras la cárcel de un empaque vistoso y la fina madera de los libreros.

Un niño que sea real dueño de su libro (como debería serlo de su muñeca o de su bicicleta) podrá hacer con él lo que quiera: las manchas de mermelada, los dibujos o coloreados que haga sobre sus páginas no le restarán nada a las historias: el embalaje, averiado –según ese tercero que no es su real dueño–, personalizado y propio –de acuerdo con quien se cree su propietario–, ganará en congruencia: mi libro no es el libro de mi mamá.

Otro colmo: los libros durables. Me mostró una amiga feriera un volumen que “se vende bien” porque el papel de sus interiores, plastificado y con mayor grosor que los normales, es más limpio. “Dicen las mamás que no se ensucia y dura más”: al fin que las letritas son lo de menos.

El derecho de adueñarse de una historia

La tradición oral es implacable al respecto: no existen los autores, no existen los copistas, no existen los editores: lo único que realmente prevalece son los cuentos.

En un concurso escolar para niños escritores, uno de los participantes copió, con sus palabras, una fábula de Tito Monterroso. Obviamente el texto hubiera merecido el premio a no ser porque uno de los jurados se dio cuenta del plagio. La reacción de las autoridades de la escuela fue regañarlo y llevarlo ante el propio Tito para que pidiera una disculpa. No sé si la entrevista se llevó a cabo ni lo que, dado el caso, sucedió en ella.

Me pasó algo similar. Una niña me contó un día, con sobrado entusiasmo, una historia de su invención: era un cuento mío. Dejé que lo terminara, todos celebramos su cuento y nos despedimos sin que se hubiera enterado de que su expropiación momentánea me había afirmado como un feliz inventor de historias. Su / mi cuento es una medalla que sigo llevando con orgullo.

El derecho a no enfrentar la lectura con otras actividades

Preocupados como suelen estar los padres y los maestros por instruir a como dé lugar a sus hijos / pupilos, con mucha frecuencia encaran al libro con la televisión, los juguetes, las golosinas: “En vez de estar viendo las caricaturas / jugando con tu pelota / comiendo caramelos, deberías estar leyendo”. Para ser mejor en la vida (dicen, creen) hay que leer. Unas son las actividades recreativas (relacionadas con el ocio y la vagancia) y muy otras las formativas. Y lo que mi hijo / alumno necesita es educarse para hacer frente a una vida tan competitiva. Y los libros son la educación. Punto.

La lectura, tanto aquella que sólo es placentera como la que instruye, no se opone a otras actividades propias del ser humano. Un lector adulto tiene el derecho a leer cuando le plazca, sin sacrificar por ello necesariamente sus partidas de dominó de los miércoles o las horas diarias que invierte en internet. El niño en cambio tiene deberes. El adulto se ha ganado ya –con su cotidiano y abnegado esfuerzo, aunque sea un poco tarde– la oportunidad de jugar y recrearse. El niño debe esperar.

La lectura es una más de las actividades humanas. A nadie se le puede pedir que ame, porque es importante amar, o que coma, cuando no tiene hambre. ¿Por qué hay que exigirle a un niño que lea en vez de consumir su tiempo frente al televisor o ante su balón de futbol?

Rousseau confiaba en que su hijo, Emilio, sabrá leer y escribir perfectamente antes de que tenga diez años, precisamente porque me importa poquísimo que sepa hacerlo antes de los quince; pero más quisiera que nunca supiese leer, que comprar esta ciencia a precio de todo cuanto pueda hacerla útil.[4] Ciertamente, habrá que plantearse esta reiterada insistencia en la importancia per se de la lectura: podría pasar que estemos creando un futuro adulto que prescinda, y con justa razón, de los libros.

El derecho a leer sin prelecturas

Si bien un libro pudo haber sido escrito sin ninguna intención didáctica, los maestros suelen encontrar en ellos una o varias enseñanzas. Formados para educar con fábulas, al terminar la lectura de un cuento en el salón de clase preguntan inevitablemente: ¿cuál es la moraleja? Una vez encontrada (muchos maestros serían capaces de hallar una enseñanza moral en una receta de cocina), releen la historia bajo la óptica de “la lección que ha querido trasmitirnos su autor”. Para ellos, el escritor está más emparentado con la enseñanza que con la creación. Por lo tanto todo se reduce a un truco malévolo: los cuentos son lo de menos, lo que importa es el mensaje.

El derecho a no traducir los cuentos en actividades

En muchas escuelas se fomenta, fuera de los programas oficiales de estudio, la lectura entre el alumnado. Muchas veces se logra el propósito (y ciertamente se pueden distinguir los colegios de niños lectores de aquellos que no lo son). Para comprobarlo le piden a los estudiantes que escriban su propio cuento.

Ciertamente esto del “fomento al hábito de la lectura” implica una serie de conocimientos y técnicas que por lo general rinden sus frutos al acercar el libro a sus lectores. Sin embargo, a veces se confunden los medios con el sentido. El único fin que persigue hoy en día un cuento, un cuento literario, valga la redundancia, es el disfrute que de él tenga el lector. Nada más. Las técnicas que preconizan las animaciones a la lectura incluyen otros fines: la escritura, el dibujo, la escenificación, el juego, etcétera.

He visto en las escuelas a niños lectores, buenos lectores, fastidiados por tener que escribir o dibujar a propósito de lo leído. A veces sólo quieren releer o conocer otro cuento semejante.

La labor fundamental de un educador o un padre ante el niño, en relación con la lectura, quizás sea la de hacerle de celestino: los presento: él es Chucho, y este es El profesor Zíper y la fabulosa guitarra eléctrica de Juan Villoro. Los dejo solos. Allá ustedes si se entienden.

El derecho a releer

Cuántos se precian de haber releído el Ulysses, el Quijote o el kilométrico En busca del tiempo perdido. Estoy seguro de que a esas excepciones no les interesa en lo absoluto lo hasta aquí dicho. En cambio, cuántos niños exigen releer (semanas, meses y hasta años) un solo libro (al igual que exigen ver una sola película y escuchar una misma canción). ¿Qué se gana con esas relecturas? En cuanto al Ulysses no dudo que se logre profundizar en la vida (la jornada) de Leopoldo Bloom. En el caso de El agujero negro, de Alicia Molina, por ejemplo, su joven lector querrá seguramente revivir, cuantas veces lo desee, ese mundo de duendes que tocan con humor y simpatía el mundo real, su mundo real.

El derecho a no leer

Termino por donde Daniel Pennac comienza. En cuanto la lectura se exhibe como un derecho deja consecuentemente de ser una obligación. Y, por el contrario, en cuanto se le quiera formular como una exigencia se separa del libre albedrío. Cito a Pennac: En el fondo, el deber de educar consiste, al enseñar a los niños a leer, al iniciarlos en la Literatura, en darle los medios de juzgar libremente si sienten o no la necesidad de los libros.[5]

Ciertamente la necesidad, pero también el gusto y el disfrute. Cuando la lectura lleva implícito el placer –“el placer de leer”, decimos– no podrá ser exigida por nadie.
Con frecuencia me he enfrentado con mamás, papás y maestros que me ponen enfrente a sus hijos / pupilos para delatarlos: es que no leen.

–¿Qué debo hacer para que comprendan que hay que leer? –me dicen con cierta esperanza en que yo tenga en mis manos la fórmula mágica.

–Sólo hay una manera –le dije un día a una señora que acusaba de flojos a sus hijos en frente de mí–: Déjelos en paz. Permítales no leer.

Ojalá y que la fórmula haya funcionado y los niños se sientan libres de la presión materna. En una de ésas hasta se vuelven lectores.








* Escrito en agosto de 2000, y publicado por primera vez en el suplemento de libros Hoja por hoja.
[1] Esto le dice Shakespeare a Ben Jonson en el cuento de Rudyard Kipling “Proofs of Holy Writ”, citado por Adolfo Bioy Casares en De jardines ajenos, Tusquets, Barcelona, 2000.
[2] José Vasconcelos, prólogo a Lecturas clásicas para niños (edición facsimilar de 300,000 ejemplares), Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos, México, 1984.
[3] Daniel Pennac, Como una novela, Anagrama, Barcelona, 1998.
[4] Juan Jacobo Rousseau, Emilio, Universidad Nacional Autónoma de México, 1976.
[5] Daniel Pennac, op.cit.

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